Mariana es una jovencita muy bella y dulce. Su rostro es blanco como la leche, sus ojos son dos luceros perdidos en la inmensidad de la noche, su sonrisa es como una media luna que alumbra el campo en la oscuridad, su cabellera es como una cascada refrescante en un día caluroso, su figura se parece a la silueta perfecta de Afrodita, sus manos son frías como el mármol en el invierno y sus piernas son largas como las estelas que dejan los aviones en el cielo.
Ella tiene diez y siete años y vive junto a su abuela Lucrecia, ya que sus padres murieron cuando ella tenía diez años. Mariana es alegre y bondadosa, pero guarda en su interior una profunda tristeza, que no la deja ser completamente libre y feliz. Todavía, siente el dolor que le dejó la pérdida de sus padres. Ellos murieron en un accidente cuando viajaban a Piura, sin saber que nunca más volverían a ver a su única hija. Desde que Mariana se quedó huérfana ha vivido al lado de su abuela, una anciana vigorosa. Ella es rubia, alta, delgada. Lucrecia se ha dedicado durante muchos años a explotar a su nieta y a hacerle la vida imposible. Mariana solo ha terminado la primaria y no tiene más que algunos conocimientos. Ella busca la forma de ganar dinero para dárselo a su abuela, ya que, si no lo hace, Lucrecia le pega. Todo es muy complicado. Pese a ello, la joven siempre intenta mantenerse alegre y conservar su tierna esencia. Todas las noches, ella se dirige a comprar pan a la avenida Abancay, ya que vive muy cerca de la iglesia San Pedro. Mariana corre, corre, corre. Llega a casa lo más rápido que puede porque su abuela le controla el tiempo y le prohíbe hablar con extraños.
Una mañana calurosa, Mariana va al parque a correr y a hacer ejercicios. Ella es una excelente deportista. Es muy rápida y ágil, ya que, desde pequeña, sus padres la llevaban a nadar y la inscribían en diferentes talleres deportivos. La bella joven está corriendo cerca de La Catedral. De pronto, escucha a un perro hablador y se acerca porque parece estar herido. En ese instante, Gustavo, un joven distraído que maneja una bicicleta, no se da cuenta de la presencia de Mariana y la atropella. Él se baja de la bicicleta y se acerca a la chica. El joven tiene unos ojos inmensos y una piel tostada como el pan. “¿Estás bien?”, dijo Gustavo, con un tono preocupado. Él le dio la mano y la ayudó a levantarse. Mariana sintió el olor dulce que emanaba de su cuello. En ese momento ambos se miran fijamente y se dan cuenta de que sus caminos estaban destinados a encontrarse. El sonido caótico de la ciudad deja de escucharse por unos segundos. “Ya me tengo que ir”, dijo Mariana. Él no dejó que se fuera sola y la siguió hasta su casa. La conexión que tuvieron en frente de La Catedral, los acompañaría el resto de sus vidas. “¿Podemos vernos en la tarde?”, dijo Gustavo. Ella asintió con la cabeza y quedaron en verse en la panadería a la que Mariana acudía todas las tardes. Así empezó su historia secreta de amor, en una ciudad llena de esmog, frente a bellos monumentos históricos y con el olor del pan recién horneado.
Una semana después, se vuelven a encontrar en aquella gigantesca panadería. Ese lugar se había convertido en un refugio para su amor. Gustavo se parece a un actor de cine famoso que lleva medio litro de gel en su cabeza. Destaca la camisa vanidosa que ciñe su atlético torso y su pantalón de vestir hecho a la medida que remarca sus piernas. “¿Quisieras cenar conmigo esta noche?”, dice Gustavo, haciendo su mayor intento por imitar un tono de voz varonil y coqueto. Ella, entre risas, asiente con la cabeza y lo abraza muy fuerte. “Te llevaré al Café Haití en Miraflores”, dice Gustavo, con un tono entusiasta. Como todas las tardes, Gustavo acompaña a Mariana a su casa.
Durante el camino, la joven piensa en la vestimenta apropiada que debe usar para ir a cenar a un lugar tan fino y elegante como el Café Haití. Llegan a la casa y ella lo invita a pasar. Gustavo la mira con un poco de preocupación y miedo. “Tranquilo, no hay nadie”, dice Mariana, con un tono calmado y esperanzador. La chica se dirige a su cuarto rápidamente para alistarse, mientras que el joven se queda esperándola en la sala. En esos minutos de espera, Gustavo observa detalladamente la casa de Mariana. Desde el sofá de la sala, el joven mira el hogar de la muchacha, sorprendido: piso frotachado y desigual, paredes sucias y gastadas por el paso del tiempo, techo de calamina por donde irrumpen los fuertes rayos del sol en los días de verano y un viejo fluorescente que proyecta una luz muy tenue. En su cuarto, la chica desesperada busca la mejor pieza de ropa que tiene guardada en su armario, pero no encuentra nada que la convenza. De pronto, después de tanto rebuscar en todos sus cajones, descubre un vestido conquistador que la seduce. Mariana plancha su vestido velozmente, se pone los tacos que utiliza en su trabajo, se maquilla suavemente, se sujeta el cabello con un lazo rosa y coloca su pequeña cartera sobre su hombro derecho. La muchacha se mira en el espejo y, por primera vez, después de mucho tiempo, siente el olor acaramelado de la vida. Mariana contempla su vestido, sus tacos, su cartera. Ella luce completamente hermosa. La frescura blanca de su piel se parece a la leche recién ordeñada de las vacas. Sobresale su inmensa cabellera rubia y sus ojos son como dos linternas en medio de la oscuridad. La joven cierra la puerta de su cuarto y se dirige a la sala. El muchacho se sorprende al verla tan arreglada. “Luces maravillosa”, dice Gustavo, con impaciencia. Mariana le agradece tiernamente y se van juntos a Miraflores.
Llegan al Café Haití y eligen una mesa en el exterior del lugar para apreciar el ambiente miraflorino mientras disfrutan de su cena. Desde su asiento Mariana observa todo el panorama, sorprendida: personas muy bien vestidas que van y vienen de un lado a otro, turistas que recorren las veredas y toman fotos por doquier, automóviles modernos, restaurantes y cafés elegantes en cada esquina, policías que ordenan la vía pública y muchas luces en todas partes. En ese instante, se acerca el mesero y les pregunta por su orden. Él pide ravioles en salsa napolitana; ella, ají de gallina.
Todo marcha muy bien. Gustavo le cuenta a la joven sobre su infancia dorada junto a sus padres, sobre los maravillosos regalos que recibía en Navidad, sobre su paso por el Newton College y, por supuesto, sobre los viajes que hacía a Miami en las vacaciones. Definitivamente, el muchacho lleva una vida muy confortable. No tiene que trabajar y su única responsabilidad es terminar su carrera de Medicina en la Universidad Cayetano Heredia. Mientras tanto, Mariana escucha atentamente y piensa en lo afortunado que es Gustavo al tener una vida llena oportunidades y diversión. “Ya hablé demasiado. Ahora te toca a ti. ¿Cómo era tu vida cuando eras pequeña?”, pregunta Gustavo, con un tono muy curioso y entusiasta. “Permíteme contarte, yo también tuve una niñez muy feliz al lado de mis padres. Ellos eran maravillosos, me engreían y me daban mucho cariño. Todos los veranos nos íbamos a Playa Hermosa en Ancón para disfrutar de un buen chapuzón a la orilla del mar y, en las vacaciones, mis padres me llevaban a diferentes talleres deportivos. Hasta que cierto día, cuando tenía diez años, ellos fallecieron en un accidente automovilístico de camino a Piura. Sin embargo, no me puedo quejar de mi abuela Lucrecia. Ella me ha cuidado desde pequeña y me ha ofrecido todo lo que ha podido darme. Mi historia no es la más perfecta, pero tiene sus lados buenos”, dice Mariana, con un tono dulce y calmado. Gustavo la observa tiernamente y se da cuenta de la fortaleza que posee la joven y de su noble corazón. “Eres muy valiente y te mereces todo lo mejor del mundo”, dice el muchacho. Terminan de cenar y el joven acompaña a la bella señorita a su casa. “Gracias por llevarme al Café Haití. Fue una linda velada”, dice la muchacha, con un tono feliz y agradecido. Ella se acerca a Gustavo, le da un beso en la mejilla, se despiden y acuerdan en verse tan pronto como puedan.
Días después, Mariana se levanta temprano y, como es típico de ella, se va al parque a correr. Durante el trayecto, la joven no deja de pensar en Gustavo y en la forma en la que le contará su más profundo secreto. De pronto, ve a una mujer mayor que camina desorientada en medio del parque y se acerca a ella. “¿Se encuentra bien, señora?”, dice la joven. “Sí, señorita, solo un poco confundida porque no recuerdo como regresar a casa”, dice la mujer, con un tono preocupado. “No se preocupe, yo la llevo para que no se pierda”, dice Mariana. La joven la toma del brazo, pide un taxi y se van juntas hasta la casa de la señora. “Llegamos a su hogar. Ahora sí, ya está sana y salva”, dice la joven. La casa se parece a un palacio; es amplia y elegante. “Gracias por traerme de regreso. Por cierto, ¿cuál es tu nombre?”, dice la señora. “Mariana, y ¿usted cómo se llama?”, dice la joven. “Mi nombre es Marta y estoy para ayudarte en lo que necesites. Como muestra de agradecimiento, ¿te puedo invitar leche y galletas?”, dice la mujer. La joven asiente con la cabeza y pasan a la sala. Ambas conversan, se ríen, juegan cartas y se convierten en amigas. Marta le dice que se siente muy sola y le pide a la joven que regrese al día siguiente para tomar desayuno.
En la tarde, Mariana se dirige a la panadería para encontrarse con Gustavo. Él le da un beso en la frente y ella lo abraza. “Ahora que nos conocemos más, quiero confesarte algo. Cuando mis padres murieron, mi abuela me prostituyó por tres años y yo nunca tuve el valor de denunciarla”, dice Mariana, con un tono triste y melancólico. El muchacho se sorprende, se enoja y se va de la panadería. La joven regresa a casa y no deja de llorar por lo que había sucedido con Gustavo. Sin embargo, ella sabe que si el muchacho en verdad la ama, entonces no le importará el pasado y volverá a buscarla.
Al día siguiente, Mariana se encamina a la casa de Marta. Quiere contarle todo lo que ha sucedido con Gustavo, pues es su única amiga. La joven toca el timbre de la casa y Marta le abre la puerta. “¿Cómo estas, Mariana?”, dice la señora. “Muy triste, por todo lo que me pasó ayer”, dice la muchacha. La joven le cuenta todo lo que ha ocurrido en la panadería. De pronto, alguien se aproxima a la sala: es Gustavo.
“Perdóname, Mariana. No debí dejarte sola en la panadería. Me sentía molesto y desilusionado, pero ahora comprendo todo: no fue tu culpa nada de lo que ocurrió cuando eras pequeña. Yo te amo y quiero pasar el resto de mi vida a tu lado.”, dice Gustavo, con un tono amoroso y arrepentido. “¿Cómo cambiaste de opinión tan rápido?”, dice Mariana. “Porque mi abuela Marta fue secuestrada y prostituida cuando era una niña y me hizo entender que no debía perder al amor de mi vida por algo que ocurrió en el pasado y del que fuiste víctima”, dice Gustavo. Mariana se acerca al joven. Recuerdan el encuentro de sus miradas frente a La Catedral y se dan su primer beso. Todo es realmente mágico.
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